Esta primavera salí con una amiga de excursión al monte. Después de tanto estar encerradas, la conversación se interrumpía cada dos por tres para celebrar que podíamos vernos las caras en la vida real y no solo a través de una pantalla.
Comentábamos los cambios de hábitos que habíamos adquirido, reflexiones que nos habían surgido durante tantos meses de pandemia y también cómo la tecnología, sí, había ayudado a mantener el contacto, pero también lo impersonal que se volvía muchas veces.
Ideas que surgen de la nada
Y así, sin quererlo, fuimos enlazando una idea con otra y se nos ocurrió la utopía de montar un servicio postal con fechas de entrega muy dilatadas y cómo no, ya puestas, con papel y matasellos.
El no-negocio consistiría en que el o la interesada escribiría una carta (idealmente para sí) que nuestra empresa custodiaría durante un tiempo estipulado y después se devolvería a su destinatario.
Sistema y logística muy sencillos, temas legales quizás más peliagudo e interés y demanda reales nulos. Pero monte arriba, sendero abajo, se nos fueron las horas la mar de a gusto y la semana siguiente hice este logo tan molón:
