Tras muchos años de dedicación, mi pareja consiguió sacarse la plaza de funcionario que quería. Durante estos años, y los anteriores que no hubo convocatorias, sufrió altibajos tanto laborales como emocionales. Frustración, claro está, a la que nos enfrentamos juntos, como equipo.
Por mi parte, la meta (si es que la hay) está en un punto muy diferente: yo disfruto del aprendizaje y mis aspiraciones profesionales no están en alcanzar un puesto determinado sino en hacer cosas que me estimulen. Las que sean.
Esto es algo muy difícil de explicar -incluso a veces, a mí misma- cuando los demás miden el éxito en objetivos y esos objetivos normalmente van asociados al dinerito.
En mi familia no cayó bien que decidiera estudiar Bellas Artes y menos sin tener vocación (ni talento) de artista. El diseño, ¿qué es, se puede vivir de eso? y ¿autónoma?, ¡si no hay nadie en la familia!
A esta hija nos la cambiaron en el materno…
Menos aún comprendieron que me marchase a otra ciudad, no por trabajo, como hacían los de mi quinta en 2011, ¡sino por un amorío! Bueno, bueno… Y muchas más.
Por suerte, o por cabezonería, que creo que es más correcto, se equivocaban.
Aunque no negaré que hubiera preferido un poquito más de apoyo en vez de depender tanto de sacar esa voz interior y repetirme «tú puedes, sigue así», hasta creérmelo.
Claro que he tenido momentos de pánico, especialmente al rechazar proyectos bien pagados por no estar alineados con mis valores.
Los días posteriores lo pasaba fatal, hasta el punto de no dormir: ¿y si no me llama otro cliente?, ¿y la experiencia que hubiera conseguido?, ¿y la reputación que hubiera podido tener al poner que he trabajado con esa marca?
Es ahí donde mi chico se merece una medalla. Me sacaba -literalmente- al pipican del Joan Miró para que viera a los perros corretear.
Quienes me conocen saben de esta debilidad: ya puedo estar llorando a moco tendido que, si veo un perro cerca, me da la risa. Es así. (Ahora me manda gifs de chihuahuas por Wassap y se ahorra el paseo).
Lo que avanza la tecnología.
Cuando me calmaba, ponía la guinda diciendo: «siempre has tomado tus propias decisiones y te ha ido bien. Confía en ti misma».
Y se podría decir que así ha sido, incluso si tomamos KPIs estándar: a los 30 años ya tenía mi casa pagada (de mis ahorros), una cartera de clientes, gato y una huerta con tomates.
¿Quién podía dudar de todo lo que había conseguido?
Entonces llegó 2020.
Mi pareja firmó su plaza de funcionario (oleee).
Al mundo se le vino encima la Covid… y a mí toda una herencia cultural de mierda.
Parecía que no importaba nada de lo que hubiera hecho hasta la fecha porque todo el mundo me «felicitaba» de esta forma: ya no tienes que preocuparte por el trabajo, que con *** de funcionario podéis vivir muy bien.
¿Hola?
¿Perdona?
Que estamos en el S.XXI, ¿o el virus os ha afectado al cerebro?
¡Como si ahora yo fuera la que hubiera dado un braguetazo! (Uig, qué mal suena esta palabreja).
Y aún en el caso de que mi estatus fuera una porquería, ¿tengo que pasar a un rol secundario y depender económicamente de mi pareja, pasar de mi carrera para hacer de criada? Como si estos diez años de profesión hubieran sido una chiquillada, un hobby, o algo con lo que distraerme mientras me preparaba para la vida «madura».
Pero sigamos: ¿y si dentro de tres años la relación se va a la porra?, ¿y si a él no le parece bien tener que trabajar para mantener a nadie?
Más respuestas de pandereta: no, no, si eso «lo entiendo», pero así puedes trabajar solo «cuando te llamen» y no preocuparte por el dinero.
¡Ay, dios mío!
Como si los clientes llovieran del cielo sin más ni más, y pudieras crecer en reputación y experiencia pasando la aspiradora.
Al final lo dejas estar porque, total, no merece la pena discutir. Pero el runrún te persigue. Así me ven.
Cierto que me quedé algo expuesta el pasado año: mis principales clientes se vieron afectados y de rebote mi trabajo disminuyó; y cuando eres autónoma no tienes ERTE y sí la obligación de seguir pagando cuotas independientemente de lo que ingreses.
Ya había sorteado una crisis antes y no me apetecía volver a hacer networking activo, convencer de mis capacidades a nuevos clientes, ni a atender llamadas por la noche, pero bueno. Si toca, pues es lo que hay. Será algo temporal, ¿no?
Esta vez tenía contactos, tenía ahorros y tengo una capacidad para adaptarme de la leche.
Y de hecho ha sido así: ahora tengo clientes diferentes, mis ingresos se han estabilizado y además he hecho contactos nuevos.
Bueno, dirás si has llegado hasta aquí leyendo, ¿y a qué viene entonces el título del post?, ¡queríamos ver tu caída estrepitosa, sangre, vísceras, dramaaa!
Vale, vale. Pues el caso es que llegó un momento en que perdí el foco.
Sumado a estos «ánimos colectivos» me puse a pensar si estas crisis no se repetirían cíclicamente.
Con veinte años, te comes el mundo y que pase lo que tenga que pasar. Y a quien te mire raro, le apartas la cara. Con treinta, pese a todas estas machiruladas, confías en que tu trabajo lo vale, tienes energía y mucho que aportar.
Pero miré al futuro con pesimismo: ¿qué pasará cuando tenga cincuenta, si viene otra parecida?, ¿voy a tener que volver a buscar clientes, a trabajar la reputación online, a aguantar regateos en los presupuestos que envío a las agencias?
Y mirando aún más a futuro (maldito telediario) ¿qué va a pasar con mi pensión con tanto altibajo?
Entonces llegó la respuesta demoledora de mi pareja. En su contexto, feliz como estaba, dijo simplemente: «sácate una plaza en la Administración».
Punch! Plaf! Plumf!
K.O.
Tocada y hundida.
Para nada me lo tomé como un desprecio. Nadie más que él sabe lo que significa mi carrera para mí y me ha apoyado para que pudiera desarrollarla.
Me habló desde su perspectiva, de quien se siente seguro, con estabilidad y además feliz, porque lo suyo es vocacional.
Y tan claro lo veía él que me hizo perder el foco.
¿Llevaría razón mi familia?, ¿he estado diez años jugando a ser diseñadora? ¿Debería centrarme, buscar un trabajo fijo y dejar de rallarme con los problemas de mis clientes?, ¿dejar de atender llamadas en vacaciones e irme todo el mes de agosto a Benidorm?
Me costó varios meses reponerme de este varapalo emocional y volver a poner mis ideas en orden.
Para bien o para mal, no puedo dejar de ser diseñadora: lo soy.
Con clientes o sin ellos, lo voy a seguir siendo.
Con un puesto en la Administración, lo voy a seguir siendo. Y encima frustrada.
Porque, como decía al principio, lo que busco de un trabajo es que sea estimulante, disfrutar y aprender.
Y eso lo consigo pensando, resolviendo problemas, aplicando nuevas estrategias, probando y redefiniendo planteamientos; ayudando a otros a sacar sus proyectos adelante, conocer sus historias y formar parte de ellas. Enfrentarme a retos y necesidades tan diferentes como los negocios de los clientes a quienes asesoro, con eso disfruto.
De manera que sí. Caí, pero ya me he levantado. Dudé de mí misma, que es lo peor que podía hacer, y dejé de creer que era capaz de continuar.
Es una historia bastante personal, pero quería compartirla porque sé que no soy la única que se ha sentido perdida, contrariada, juzgada… y quizás no tengas una voz interior tan terca como la mía.
Te lo digo yo: confía en ti y haz lo que quieras. Tú puedes.