El pasado mes tuve una experiencia a la que no me había tenido que enfrentar antes en mi trabajo. Cuando salía de una mesa redonda del MEC vi que tenía una llamada perdida.

Dudé porque estaba fuera de mi horario de atención y porque últimamente no paraban de molestarme los comerciales de la luz, pero decidí arriesgarme y devolver la llamada.

Al otro lado del teléfono una voz masculina, como entrecortada o arrastrando las letras, fue directa al grano: sí, había llamado porque quería hacerse una página web y quería saber cuánto costaba.

– Bueno, le dije un poco extrañada, eso dependerá de qué necesite…

– Quiero una web. Una web para subir fotos.

El tono y la manera de expresarse me tenían perpleja -¿era un bromista?, ¿llevaba una copa de más?- y dado la hora que era y que tampoco estaba en el despacho, traté de mantener la compostura y le pedí que me dijera una hora para comentarlo todo tranquilamente al día siguiente.

Le llamé a la hora acordada con un enorme escepticismo.

Me soltó en retahíla y con la misma naturalidad que la noche anterior: sí, hola, ¿de qué empresa eras? Yo quiero una web, una web para subir fotos y que sea barata porque no puedo pagar mucho. ¿Tú haces de eso?

😐

Confieso que solo me retuvo al teléfono la curiosidad por saber quién era mi interlocutor. Respondí que hacía webs, pero que el precio dependía del trabajo que me llevara hacerla, que no era algo cerrado.

Silencio al otro lado. Un ‘eeeh’ sostenido. Una web.

Vale, pensé, así no íbamos a llegar a ninguna parte.

– Por ejemplo, para que pueda hacerme una idea, ¿qué apartados tendría que tener? Una página de inicio, un contacto y habías dicho que querías subir fotos, ¿no?, ¿eres fotógrafo, querrías un porfolio?

– Sí, eso es, una cosa sencilla que pueda enseñar mis fotos y puedan contactar conmigo si les gustan.

Entonces le empecé comentando de que lo mejor sería instalar un CMS, con una plantilla con opción de portafolio y que él pudiera ir actualizando cuando le hiciera falta.

Como el precio era tan importante para él, empecé a decirle al vuelo lo que costaba un dominio, servidor, plantilla y un aproximado en horas, para ver cómo reaccionaba.

Curiosamente no me discutió precios (quizás ni siquiera fue haciendo la suma), sino que me preguntó: ¿y eso una persona de 80 años lo entiende?

😐

Por fin llegó la revelación.

Me dijo con toda franqueza, aunque en un tono como si yo estuviera empanada, que estaba tratando con una persona con discapacidad intelectual, que quería hacerse cargo él mismo de subir las fotos y que dado que a él no le pagaban por su trabajo y dependía de las ayudas sociales, no podía pagar mucho.

En ese momento la que se permitió unos segundos de silencio fui yo. 

Me di cuenta enseguida de que no tenía ningún sentido mi propuesta inicial; visto lo visto en cuanto a necesidades y recursos, esta persona lo que tenía que hacer era darse de alta un blog en una plataforma gratuita y listo. También era evidente que si le decía esto le iba a sonar a chino, que un acompañamiento mínimo iba a necesitar, pero lo que no tenía claro tampoco era si me apetecía seguir adelante no por él, sino por el tipo de trabajo.

Entonces recurrí a la misma estrategia de antes: hacerle el presupuesto al vuelo quitando los costes de dominio, servidor, plantilla, etc… y proponiendo un coste en concepto de alta, diseño y formación (algo casi simbólico, pero no gratis) a ver si entraba en sus esquemas.

Una reacción de nuevo inesperada. De hecho pensé por un momento que me iba a colgar. Se puso a gritar que eso no podía ser, poniendo en duda mi profesionalidad porque había hablado con más empresas antes y todas les habían dicho un precio mucho, pero mucho, ¡pero mucho!, (no sé cuantas veces me gritó ese ¡pero mucho!) mucho máaaas alto.

😐

Claro. Posiblemente esas otras empresas le dieron mi primer presupuesto ya sumado. O quizás  directamente le habían dado un precio desorbitado para ser rechazadas a propósito.

Sentí bastante lástima en ese momento y como no me había colgado, le pregunté si estaba conforme.

Me preguntó el precio.

Se lo confirmé.

– Vale, vale. Pero te pago a finales de diciembre porque no cobro la ayuda hasta entonces.

Y entonces sí, colgó.

Pero a los cinco minutos volvió a llamar. Y otras doce o quince veces a lo largo de la tarde.

Para confirmar que el precio era el que le había dicho. Para saber cuánto se tardaba en hacer. Para asegurarse de si él iba a poder subir las fotos por su cuenta. Para volver a confirmar el precio. Para decirme que no estaba seguro y que mejor lo dejábamos estar. Que si estaría para la fecha que le había dicho al principio que entonces sí. Para decirme que no iba a tener las fotos esa misma tarde, que si podía esperar al domingo por lo menos…

😐

Estaba claro: le iba a cobrar demasiado poco XD

Conseguí que entendiera que solo iba a poder contactar conmigo entre semana y dentro mi horario de atención y pude tener el fin de semana tranquilo, aunque confieso que me adapté bastante rápido a sus llamadas y las asumí como parte de la rutina.

El trabajo en sí no me llevó demasiado, quedó contento con el diseño y a la semana siguiente nos citamos para explicarle el funcionamiento del panel de administración.

Aquí la historia cambia un poco el tema.

Pese a tener una discapacidad intelectual, esta persona está habituada a usar el móvil y el ordenador a un nivel básico y tiene página en Facebook e Instagram. Pese a sus dudas al teléfono, una vez le mostré los pasos que debía seguir y le invité a probar por sí mismo, cogió confianza y salió con el convencimiento de que era capaz de hacerlo por su cuenta, que era cosa de cogerle un poco de práctica.

Sin embargo, mientras él iba haciendo el paso a paso para aprender, yo recibí otra lección muy valiosa.

Fui analizando sus movimientos y reacciones: dónde clicaba, dónde esperaba que fuese a aparecer la información, el recorrido que iba haciendo por la pantalla y lo que iba mostrando la interfaz con cada acción.

Me di cuenta, al ponerme en la piel de un usuario nuevo, qué se espera en concreto de esta interfaz y cómo no es tan intuitiva y ni mucho menos tan amigable e intenté de asociarlo a mi propio comportamiento tanto de usuaria como cuando estoy al otro lado, como diseñadora UX. Qué de errores puedo estar cometiendo cuando abordo mis diseños, cuántas cosas puedo pasar por alto o dar por sentadas basándome solo en mi propia experiencia.

Por ejemplo, algo que yo hubiera ignorado completamente es el contenido de la página inicial, donde aterrizas nada más introducir la clave. Como sé qué quiero hacer cuando accedo, me es indiferente lo que me muestren, porque voy a usar directamente el menú de opciones.

En cambio cuando no conoces el entorno y se muestra el panel de estadísticas dando por hecho que lo relevante es conocer los datos, ¿tiene sentido?, más aún para un usuario-editor, ¿no debería relegarse esta información y poner accesos directos para publicar? Por ejemplo.

Otra cosa interesante es ver cómo los botones van ‘saltando’ de un lugar a otro en las diferentes pantallas, los colores no se corresponden una vez entras a la edición y dentro de esta, los selectores tienen cada uno un aspecto y disposición diferentes. Esto hace muy difícil centrar la atención y navegar de forma cómoda.

Y por no hablar de Gutemberg que es un horror incluso para los que ya estamos habituados a lidiar con él. Tampoco voy a ponerme a hacer un análisis ahora.

En conclusión, no sé cuantas llamadas puedo esperar que me lleguen la próxima semana, pero siento que para nada ha sido una pérdida de tiempo y me siento contenta de no haberme echado para atrás y haber aceptado este mini-reto del que al final he podido sacar no solo una bonita historia de empatía para publicar en mi blog, sino una lección profesional muy interesante.

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